Sin duda lo más duro de un viaje en bicicleta son los preparativos. Luego pedalear es un placer constante, pero hacer y pensar la maleta es verdaderamente durísimo. Y no digamos todo lo que implica meter la bici en un avión: sacarle las ruedas, girarle el manillar, quitarle los pedales, rezar, calcular el volumen que va a ocupar, volver a rezar, recalcular el espacio y calzarla finalmente en una caja de cartón minúscula, a punto de reventar, y sellarla con un kilómetro de cinta adhesiva como si fuera una momia egipcia... Y luego a seguir rezando para que llegue con vida tras el vuelo, para que al aterrizar quede algún radio entero, que la patilla del cambio no se haya doblado, que el cassette de los piñones no haya escarificado la pintura del cuadro y que todo vuelva a encajar una vez fuera de la caja...
La otra parte dura es aterrizar en un país en una latitud distinta, con una temperatura dramáticamente distinta a la del lugar de procedencia, y pensar que al día siguiente tienes que dar el callo sobre la bicicleta sin tiempo humano para acostumbrarte a ese sofoco que empieza en cuando el sol asoma tras el horizonte.
Así es la Titan Desert el primer día. El día que madrugas tanto que la víspera, siendo optimista, en vez de cenar, imaginas que meriendas, y después te vas a la cama pensando que en vez de dormir poquísimo vas a echarte una siesta larga. El día que despegas de El Prat y aterrizas en Er Rachidia, por ejemplo, en un aeropuerto que parece construido en mitad de Marte, sobre una pista blanquecina que te ciega nada más abrirse la compuerta del avión. Y exclamas satisfecho: “Pues no hace tanto calor como creía que iba a hacer”. Y alguien arremete con voz de experiencia: “Es que son las ocho de la mañana. Espérate un par de horitas a ver qué me dices entonces”.
Así es nuestra llegada a Marruecos. Luego superamos una larga fila para sellar el pasaporte y un transfer a Erfoud, hasta un hotel de esos con piscina, tumbonas, sombrillas, atentos camareros, simpáticas encargadas de limpiar las habitaciones, camas dobles, restaurante con buffet libre de horario interminable, alfombras por todas partes, lámparas humeantes de incienso en el baño y un calor insoportable dentro de nuestra habitación, en la que el aparato de aire acondicionado es plenamente capaz de hacer ruido, que varía ligeramente según el botón que apretemos del mando a distancia, pero ni enfría ni da aire ni acondiciona.
El lugar es genial, pero nosotros no hemos venido a descansar precisamente. Tenemos que sacar las bicis de las cajas, ponerles un dorsal de plástico y un chip que merece una fianza de 100 euros (“como lo perdamos ¡qué disgusto, por no decir qué p...!”), probarlas, ajustarlas... “Primero vamos a comer. Luego nos ponemos con las bicis”, resolvemos de mutuo acuerdo.
Después del banquete, aunque da una pereza terrible y la piscina nos tienta, decidimos pasarnos la tarde montando las bicis. Empezamos a las cuatro, cuando el sol y los listos están haciendo la siesta. El proceso ha de pasar rápido. A lo sumo exigirá una hora de trabajos manuales bajo el espléndido Lorenzo, pero topamos muy pronto con un pequeño dilema técnico-teórico: a simple vista, las roscas de tres de las bielas del tandem parecen describir una espiral extraña, invertida. Atónitos intentamos comprender si existe una solución. Evidentemente, con cara de repoker, tardamos pocos segundos en comprender que no la encontraremos solos y vamos a buscar ayuda.
La ayuda la necesitamos incluso para explicar lo que sucede con las roscas de las bielas, pero a medida que vamos de un mecánico a otro perfeccionamos el discurso, que parece más surrealista que un cuento de Cortázar, y cada vez perdemos menos tiempo delante de cada uno de los mecánicos. Todos ellos, muy dispuestos a echar una mano a los “locos del tandem”, nos escuchan atentos, pero su expresión es la misma que si le planteáramos a George Bush la conjetura de Poncairé. Está claro que el mundo del tandem no está de moda.
Nadie sabe ayudarnos. Y como no tenemos el teléfono móvil de Grigori Perelmán para que nos cuente cómo solucionó el problema matemático más difícil de la historia, pues acudimos a Ernesto Romero, un mecánico de motos que tiene un taller en la Barceloneta y que es todo altruismo y además de conocimientos posee herramientas muy raras y encima sabe utilizarlas. Total: un chollo de hombre. El año que viene lo incluiremos en el equipo.
Nada más ponerse los guantes de faena, Ernesto, a partir de ahora el “cirujano”, se percata de algo que nos ha pasado desapercibido: parece ser que la super mano de Alfonso, que es más fuerte que un gorila de lomo plateado, guiada por la costumbre de roscar los pedales en el sentido lógico y normal, ha pasado las primeras dos vueltas de la rosca de la biela izquierda delantera. Por eso no entra ni para un lado ni para el otro.
En ese momento el pobre de Ernesto no sabe dónde se ha metido, pero ya es demasiado tarde. Lo hemos fichado por un módico precio: cero euros, lo que equivale a cero “titanitos” (la moneda oficial de la Titan Desert, no es broma). Por este motivo decidimos intentar abusar de él y de sus energías lo mínimo posible.
Pese a ello, Ernesto se pasa una hora atornillando a contrarosca el pedal, creando un nuevo paso a base de esfuerzo y pericia. Uff, uff, uff... Suda, respira con fuerza, sigue sudando... Uff... Y nosotros allí plantados de pie, mirando impotentes, avergonzados, inútiles, con cara de niñatos que no saben hacer la o con un canuto, pensando culpables en lo bien que estaría Ernesto en la piscina del hotel en vez de acuclillado bajo el tandem...
El problema no termina al redibujar la rosca de aquella biela. De las otras tres, dos se atornillan también del revés, con lo que los pedales, tipo Shimano SPD, quedan al revés. “Estos pedales no son reversibles. Tienen delante y detrás”, apunta Ernesto. “Los Look y los Crack Brothers no os darían este problema”, continúa. Al ver que ponemos cara de turista japonés estafado por un trilero en las Ramblas, el pobre está a punto de darnos por imposibles, pero enseguida propone un nuevo plan. Ernesto es como Hannibal Smith, el equipo A. “No hay otra solución que girar 180 grados los enganches de las zapatillas”, concluye. En vez de calar pisando primero con la parte anterior del pie y luego con la trasera, Alfonso y Serafín deberán acostumbrarse a hacerlo al revés. Ideal: el primer día en la Titan Desert, con bici nueva y los pedales del revés. La otra opción es ir hasta el pueblo y comprar unos pedales normales, de esos que llevan las bicicletas de los críos.
Pese al contratiempo, a la hora de la cena ya estamos más tranquilos. Nos ha llevado 6 horas montar 4 pedales y poner los sillines y los manillares a la altura. Con el lío, hemos olvidado comprobar la presión de los neumáticos y de las amortiguaciones del tandem. Josu Garai, enviado especial del diario Marca, nos pilla a las 11 de la noche dando vueltas por los boxes, alumbrados por una linterna, dando voces y lanzando improperios al hiperespacio al constatar lo difícil que es calar y descalar los pedales con las calas del revés.
“Esto es imposible”, grita Alfonso. “Pues a mi no me va tan mal”, contesta Serafín. “Pues a mi fatal”, arremete el primero. “Pues habrá que intentarlo”, responde Serafín. Y se hace el silencio bajo un cielo cubierto de estrellas y empezamos a roncar a tres bandas. Mi último pensamiento del día es: “Cómo odio que el despertador del teléfono móvil te diga lo que te falta para que suene la alarma cuando la estás programando... Cuatro horas y dos minutos...”.
***Mañana, la crónica de la primera etapa...